LO SAGRADO NO TIENE LÍMITES


Los compartimentos que creamos para protegernos de lo que tememos, ignoramos y excluimos, tarde o temprano nos pasan factura en la vida.
Para desarrollar una vida espiritual debemos dejar de dividir nuestra vida en compartimentos. Normalmente, dividimos la vida en períodos de trabajo, vacaciones y ocio. Hemos separado la vida empresarial, la vida amorosa y la vida espiritual del tiempo reservado para el cuerpo con deportes, ejercicio y diversión. La sociedad que nos rodea refleja y exagera esta misma compartimentación. Tenemos iglesias y templos que albergan lo sagrado y barrios comerciales para lo profano, hemos separado la educación de la vida familiar, los intereses y beneficios de las empresas están divorciados de los de la tierra y del entorno del que dependen. El hábito de dividir la vida es tan fuerte que fragmenta nuestra visión donde sea que miremos.
Es muy fácil que la práctica espiritual mantenga el mismo patrón de fragmentación en nuestras vidas si establecemos divisiones que definen lo que es sagrado y lo que no lo es, si llamamos "espirituales" a ciertas posturas, prácticas, técnicas, lugares, oraciones y frases, mientras que el resto de lo que somos lo dejamos fuera. Podemos compartimentar hasta los aspectos más internos de nuestra vida.
Donde sea que existan falsas separaciones, nos llevarán inevitablemente a encontrarnos con dificultades. A nivel ecológico podemos ver los desastrosos efectos de una visión limitada y compartimentada de la vida. La enorme cantidad de petróleo que usamos y las emisiones de hidrocarburos resultantes han afectado el aire que respiramos y a todo el clima global. Cuando solo se cultiva para conseguir el máximo rendimiento, grandes cantidades de pesticidas y fertilizantes químicos se vierten en el agua y el suelo, que son la base de nuestra vida. Lo que sucede en las selvas tropicales o en los casquetes polares afecta a los elementos de los que están hechos nuestros cuerpos. Durante demasiados años hemos olvidado estas y otras interconexiones, de manera que ahora nuestros corazones, nuestras vidas y nuestras prácticas espirituales están separadas unas de otras.
Si amamos la vida, no podemos abandonar ningún aspecto de la vida. Si nos encontramos con personas hambrientas o enfermas ¿cómo vamos a pasar de largo y no ayudarles? Si estamos en una gran ciudad, y encontramos personas sufriendo de soledad, o de falta de alimento o entendimiento espiritual ¿cómo no vamos a ofrecerles comprensión y paz para sus corazones? Si amamos la vida, ¿cómo vamos a separar cualquier parte de la vida de lo que es en su conjunto, en su inmensidad?
Sin embargo, a veces el lenguaje y las metáforas de la espiritualidad carecen de esa totalidad y refuerzan nuestros propios compartimientos y malentendidos de lo que es espiritual y lo que no lo es. Intentamos trascender el ego, o buscamos alcanzar estados divinos de éxtasis, más allá del deseo, más allá del cuerpo; y se nos enseña que la iluminación se encuentra a través de la renuncia. Creemos que esa iluminación está en algún lugar más allá o fuera de nosotros mismos. La idea de lograr alcanzar un estado puro y divino encaja desafortunadamente con cualquier tendencia neurótica, temerosa o idealista que podamos tener. En la medida en que nos veamos impuros, avergonzados o indignos, podemos usar prácticas espirituales y nociones de pureza para escapar de nosotros mismos. Siguiendo rígidamente los preceptos y formas espirituales, podemos esperar crear una identidad espiritual pura. Pero haciendo esto, no nos liberamos, estamos atrapados por una cadena de oro, y aunque parezca más pura que una cadena de hierro, sigue siendo una cadena que nos impide ser verdaderamente libres.
Algunos maestros ya nos han avisado del peligro de caer en ese “materialismo espiritual”, describiendo cómo podemos imitar las formas externas de la práctica espiritual, sus vestimentas, creencias, cultura, y prácticas de meditación, para escondernos del mundo o reforzar nuestros propios egos.
Para la mayoría de nosotros, si hemos experimentado un trauma y un gran dolor en nuestras vidas, la práctica espiritual puede parecer ofrecernos un escape, una forma de librarnos por completo de los problemas de nuestro cuerpo y nuestra mente, una forma de escapar del dolor de nuestra historia personal y de la soledad de nuestra existencia. Cuanto más ideal y glorificada sea la visión espiritual, más se ajusta a aquellos que no quieren estar aquí, en la realidad de su vida, de ninguna manera. Muchos practicantes de meditación han descubierto en lo profundo de su escucha silenciosa, que desde una edad muy temprana su experiencia de vida fue tan dolorosa que no querían vivir ni estar aquí en un cuerpo humano. Buscan la espiritualidad como una válvula de escape. Pero, ¿a dónde nos llevarán las nociones de pureza, de ir más allá o trascender nuestros cuerpos, nuestros deseos mundanos, nuestras impurezas? ¿Realmente nos conduce eso a la libertad o es solo otra forma de darle más fuerza a la aversión, al miedo y a la limitación?
¿Dónde encontraremos la liberación? Las enseñanzas nos dicen que tanto el sufrimiento como el despertar se encuentran en la inmensidad de nuestro cuerpo, de nuestros sentidos, y de nuestra mente. Si no es aquí y ahora ¿en qué otro lugar vamos a encontrarlo?
Sólo tenemos el ahora, solamente este singular y único momento abriéndose y desplegándose ante nosotros continuamente, noche y día, día tras día, a cada instante. Si podemos ver esta verdad nos daremos cuenta que lo sagrado y lo ordinario no se pueden separar. Hasta las más sublimes y trascendentales visiones espirituales tienen que darse en el aquí y ahora, y tienen que trasladarse a la vida en la manera en que caminamos, comemos, nos relacionamos, y nos amamos unos a otros.
Aunque eso no es fácil, porque nuestros miedos y nuestros hábitos de enjuiciarnos tienen tanto poder sobre nosotros que una y otra vez nos impiden llegar a tocar lo sagrado de la vida. Muy a menudo llevamos inconscientemente nuestra espiritualidad hacia la polaridad de lo bueno y lo malo, de lo sagrado y lo profano. Sin darnos cuenta recreamos patrones de conducta de nuestra niñez que nos ayudaron a superar el dolor, el trauma, y la disfunción, que muchos experimentamos cuando éramos niños. Si nuestra estrategia ante el miedo era escondernos, es posible que sigamos utilizando nuestra vida espiritual para escondernos de lo que tememos, aunque estemos afirmando que hemos renunciado a la vida ordinaria. Si en nuestra niñez nos defendíamos del dolor perdiéndonos en fantasías, es muy posible que busquemos una vida espiritual llena de visiones para perdernos en ellas. Y si, cuando éramos niños, intentábamos evitar los castigos siendo buenos, seguramente seguiremos haciendo lo mismo intentando ser puros espiritualmente. Si ante la soledad y los sentimientos de inferioridad reaccionábamos con agresión o impulsivamente para compensarlo, nuestra espiritualidad también reflejará eso mismo. Estaremos usando nuestra espiritualidad para seguir dividiendo la vida.
Los muros de nuestros compartimentos están hechos de los miedos y los hábitos, de las ideas que tenemos sobre lo que deberíamos y no deberíamos ser, de lo que es espiritual y de lo que no lo es. Ya que algunos aspectos de nuestra vida han sido abrumadores y nos han sobrepasado, hemos levantado muros para separarnos de ellos. Normalmente no levantamos muros para separarnos de los grandes sufrimientos del mundo que nos rodea, de la injusticia, de la guerra, del fanatismo, sino más bien para separarnos de nuestro propio dolor. Tenemos miedo de nuestro propio sufrimiento porque nos ha tocado y nos ha herido en lo más profundo, y es precisamente por eso que tenemos que examinar y comprender estos compartimentos. Sólo cuando nos hayamos dado cuenta de los muros que hemos levantado en nuestro corazón podremos desarrollar verdaderamente una práctica espiritual que nos abra completamente a la vida en todo su esplendor y magnificencia.


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