Somos realmente libres cuando disolvemos
nuestra noción de un yo.
¿No te ha ocurrido nunca que al caminar por el
campo te has sobresaltado al ver una serpiente en el camino, y que, al
acercarte más, has descubierto que tan solo era una rama caída? Cuántas veces
en la vida creamos un objeto en nuestra mente, que realmente no existe, y a
continuación reaccionamos ante esa creación con miedo. A menudo tenemos miedo
de nuestras propias proyecciones, que surgen de nuestra ignorancia o
desconocimiento. Pero, igual que al descubrir que la serpiente era simplemente
una rama, nuestro miedo desaparece al darnos cuenta que lo que tememos no
existe en realidad, al descubrir que ha sido una confusión, cuando vemos las
cosas tal y como son realmente. Ver las cosas tal y como son es sabiduría, la
sabiduría que surge de la confianza en la esencia de nuestro corazón.
La
sabiduría se representa en los textos antiguos como el dragón, que también
simboliza la confianza y el poder supremos. El dragón es algo especial, por su
singularidad y por lo vasto, inmenso y profundo, que lo hace inescrutable,
insondable. Como un trueno en mitad de la noche, la sabiduría del dragón nos
despierta y hace que nuestra mente conceptual se tambalee, disolviendo
cualquier inseguridad.
Esa
sabiduría innata que llevamos en nuestro interior es como un dragón moviéndose
en las profundidades de nuestra mente y deseando salir a la superficie para
manifestarse. Ese dragón de sabiduría es vasto y profundo, y
descansa de forma natural en el interior de nuestro ser, en la misma esencia de
nuestro corazón. Con esa sabiduría nuestra mente puede ir mucho más allá de los
límites conocidos.
El
dragón simboliza la sabiduría más profunda, que lo observa todo y ve que
siempre estamos intentando solidificar nuestra experiencia, siempre intentado
convertir las apariencias en “algo” concreto, intentando vivir en un mundo
concreto y sólido cuando en realidad todo es un proceso fluido y cambiante.
Pensamos que existimos porque sentimos una entidad que llamamos “yo”. Pero ese
“yo” no existe realmente de la manera que pensamos. De la misma manera que
podemos confundir una rama en el bosque con una serpiente, confundimos
continuamente la fluidez de nuestra experiencia, que está cambiando
constantemente, con una entidad sólida a la que llamamos “yo”. Conforme
vamos haciendo nuestras prácticas de meditación, vamos comprendiendo que esa
sabiduría que hay en nuestro interior está intentando despertarnos para que
veamos cómo son las cosas realmente.
Podemos
contemplar cómo ese “yo” que consideramos sólido y permanente realmente es tan
sólo un conjunto de diferentes elementos que se reúnen en grupos. Es tan sólo
la reunión de carne, huesos, percepciones, pensamientos y emociones. Al
percibir esta reunión de diferentes elementos, nuestra ignorancia nos hace considerarlo
como una entidad independiente y le ponemos el nombre de “yo”. Es como si
imagináramos algo y al ponerle un nombre empezamos a considerarlo como algo
real. Es como ver en las nubes formas de animales y considerarlas sólidas como
los animales que parecen manifestarse en sus formas.
Cuando
empezamos a considerar esos diferentes grupos de elementos agrupados como una
entidad sólida que llamamos “yo” es cuando aparece el miedo, el apego, y el
orgullo, lo que nos hace sentir ese “yo” aún más real. Esta ilusión que
consideramos como real hace que percibamos también el mundo que nos rodea como
algo sólido. Si “yo” existo, también existen los demás de la misma manera, y
ahí comienzan los conflictos entre egos, la competitividad, la envidia, y la
lucha. Esa ignorancia nos provoca sufrimiento, que es el resultado de no darnos
cuenta que el “yo” no es tan real como pensamos. Por eso, ese dragón de
sabiduría vuela en el inmenso cielo del “no-yo”.

Todas
estas emociones negativas, como la ira y el apego, tienen sus raíces y se
alimentan del “yo”, de un “yo” que no es real. Las prácticas contemplativas
sobre el “no-yo” nos muestran que intentar encontrar el “yo” es como perseguir
el horizonte esperando llegar a alcanzarlo en algún momento. Cuanto más nos
dirigimos hacia el horizonte, más se aleja de nosotros. Porque es en realidad
una ilusión que tomamos como real. Igualmente, si intentamos encontrar ese “yo”
sólo nos encontraremos con diferentes estados de ánimo cambiantes y pasajeros,
porque se basan sobre supuestos muy inestables.
No hay
ningún otro yo que esa ilusión que intentamos a toda costa mantener en pie con
nuestro orgullo y nuestro punto de vista egocéntrico, que nos hace sentir
separados de los demás y quizás un poco más especiales o mejores que otros. La
confusión que nos crea ese orgullo siempre nos engaña, nos hace ver montañas
cuando son en realidad granitos de arena, y monstruos y enemigos en lo que son
simples nubes etéreas y cambiantes. Esa confusión nos hace creer en un “yo”
sólido y real, y además nos hace obsesionarnos con él.
Hasta
cuando hablamos del “no-yo”, la menta se queda con el “yo”, y entonces
pensamos: “Yo no tengo yo”. Pero la verdad es que todo es realmente carente de
un “yo”, como la rama en el bosque carece de serpiente, aunque en algún momento
puede habernos parecido que era una serpiente. De la misma manera, el “yo”
nunca existió, lo único que ha existido es nuestra noción de un “yo”, nuestra
creencia en que el “yo” existía, igual que pensamos que había una serpiente en
el camino cuando tan solo era una rama.
Es la
mente conceptual que da vueltas alrededor del “yo” la que proyecta su visión
del mundo creando a nuestro alrededor un mundo sólido e independiente. Son sólo
conceptos, tanto lo que pensamos que somos como lo que creemos que es el mundo
que nos rodea. Creamos conceptos y después nos los creemos, y la creencia en un
yo separado del resto del mundo es el ejemplo más claro de esta confusión que
nos ciega.
Esa
sabiduría que vuela como un dragón en nuestro interior nos está pidiendo que
nos preguntemos por qué estamos siempre intentando que las cosas sean sólidas
¿Qué pretendemos defender o mantener en pie? Nuestra mente fabrica una entidad
sólida a partir de diferentes componentes como el cuerpo, las percepciones sensoriales
y las opiniones, que reúne y aglutina en una aparente entidad separada del
resto del mundo.

La
ignorancia y la confusión dan lugar a las emociones negativas y las alimentan,
y es difícil darnos cuenta que estamos atrapados por ellas a causa de la
ceguera en la que vivimos que no nos permite ver las cosas tal y como son. Para
ver con claridad necesitamos la sabiduría, que surge y se manifiesta al prestar
atención y ser conscientes, y aumenta con la disciplina. La sabiduría puede ver
cuando estamos perdiendo el equilibrio en nuestras vidas empujados por la
negatividad.


Para
poder ver el “no-yo” tenemos que atravesar las apariencias de la realidad en
que vivimos. Y para emprender ese viaje tenemos la meditación contemplativa,
pues viendo claramente cómo es el mundo relativo podemos acercarnos a ver la
realidad a un nivel absoluto. Las prácticas contemplativas hacen que se relaje
la mente discursiva y facilitan que aparezca la sabiduría. Podemos empezar a
practicar preguntándonos: “Si realmente existe el yo ¿dónde lo puedo localizar?
¿está dentro de mí? ¿está fuera de mí? ¿dónde está ese yo?”
Mientras
estamos contemplando esto y buscando respuesta a esas preguntas, seguramente comenzará
a surgir algo de sabiduría que nos hará sentir cierta sensación de que ese yo
no está aquí. Si podemos soltar, aunque
sea por un instante, nuestro concepto de yo, es muy posible que vislumbremos
brevemente que el yo que nos parecía tan sólido comienza a disolverse.
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