Buscar
mensajes ocultos y significados en los encuentros de la vida nos da una ilusión
de control que tenemos que soltar si queremos sentir plenamente nuestras
experiencias.
La
mente tiene tendencia a buscar un significado, un mensaje escondido, en cada experiencia
compleja o extraña. Sentimos que sólo hemos procesado una experiencia
traumática y pasado página cuando encontramos una interpretación sencilla para
el acontecimiento traumático, cuando encontramos “la moraleja” de esa historia.
En
la práctica, queremos ser capaces de contarles a los que nos rodean que hemos
comprendido “de qué trataba” ese periodo de confusión o depresión, y que hemos
salido de él con “una nueva comprensión”. Tras el final de una relación
dolorosa o traumática, podemos decir “fue lo mejor, íbamos en direcciones
diferentes”. Cuando alguien muere, muchos sienten la necesidad de consolar a
sus seres queridos con “bueno, tuvo una vida plena, vivió muchos años, viajó y
vio el mundo entero, etc.” Podemos ver en funcionamiento ese proceso mental
cuando estamos ante una pintura abstracta, una película o una obra de teatro desafiante:
¿Qué quiere decir? ¿Cuál es el mensaje que tengo que sacar?
Esta búsqueda de significado y esencia se
reduce a una tendencia de archivar las ricas experiencias de la vida en
términos de pensamientos y mensajes, en lugar de estados sensitivos
preverbales, las sensaciones físicas, somáticas, que surgen y desaparecen, por
ejemplo, los cambios en la respiración y la gama de sentimientos que se dan
cuando estamos abrumados o frustrados. En vez de perdernos en las tramas de
nuestros contratiempos, podemos sentir como las tensiones en la mandíbula o los
hombros expresan decepción, o la agitación de la mente expresa estados
fundamentales de confusión. Sentir
las respuestas del cuerpo ante las dificultades es lo que se requiere para
entender los acontecimientos más problemáticos de la vida.
La
excesiva dependencia e identificación con el impulso de descifrar cada
acontecimiento nos lleva a reprimir las manifestaciones físicas de nuestras
reacciones ante la vida, y a una creencia ilusoria de que toda situación o
encuentro tiene un sencillo mensaje escondido que hay que descubrir. Nos sentimos
atraídos hacia estas conclusiones e interpretaciones por la ilusión de control
y poder que representan: Si entendemos lo que significa un doloroso rechazo, no
tendremos que pasar de nuevo por eso. Por ejemplo, “nunca volveré a salir con
una pelirroja” o “la próxima vez sólo invertiré mi dinero en tecnología”. Por
supuesto que estas creencias solo pueden prometer proteger del dolor, porque en
la vida real se quedan cortas, ya que todos estamos siempre expuestos al
rechazo, la pérdida, el dolor y la incomodidad.

Sin
entrar verdaderamente en contacto y experimentar la manifestación completa de
la pérdida, nuestras mejores intenciones, nuestra lección de “iré más despacio
la próxima vez”, no tienen el suficiente peso para dejar huella en el profundo
almacén de nuestra memoria. ¿Cuántas veces en la vida nos descubrimos
comportándonos mal a pesar de nuestra sabiduría y mejores intenciones? Hacemos
eso porque las ideas no tienen la capacidad de dejar una huella tan profunda
como la experiencia vivida.
Con una práctica atenta y una conciencia entrenada,
uno se da cuenta de que el cuerpo registra cada uno de los encuentros que
tenemos en la vida, y que bajo cada acontecimiento hay una resistencia
defensiva, una sensación de atracción, o un desentendimiento general, nos
gustan, nos disgustan, o los ignoramos. Aunque es imposible darnos cuenta de
todas estas sensaciones reactivas, sí que podemos, con práctica, percibir las
señales más claras. Y una vez que sentimos la vida profundamente, es entonces
cuando realmente podemos empezar a aprender de ella.
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