Hace muchos años, había un
gran maestro en el arte del sable que entrenaba en su dojo a los mejores
samuráis. Desde hacía tiempo, el dojo tenía un estudiante bastante peculiar, un
mono que nadie sabía de dónde vino, pero que todos los días estaba presente en
los entrenamientos, prestando mucha atención y copiando con gran habilidad los
movimientos que enseñaba el maestro.
Un día, llegó al dojo un ronin
que había hecho un largo viaje para solicitar al gran maestro del sable que lo
aceptara como uno de sus estudiantes. Orgulloso de sí mismo y de su habilidad,
se ofreció a luchar con cualquier adversario que quisiera el maestro, para
demostrar así su valía y que era merecedor de sus enseñanzas.
El maestro, mirándole
profundamente a los ojos, le dijo al ronin: “Te
aceptaré como uno de mis estudiantes si eres capaz de vencer a mi mono”.
Aunque sorprendido, el ronin
sonrío seguro de su victoria y aceptó el desafío. Les dieron un sable de
madera, de los que utilizaban en sus entrenamientos, a cada uno y el maestro
gritó “¡Ajime!” como señal de que
empezaba el combate. En cuanto oyó el grito del maestro, el pequeño mono empezó
a dar vueltas vertiginosamente cortando el aire con su sable, repentinamente
saltó sin dejar de girar y aterrizó sobre la espalda del ronin que, aún
sorprendido por la habilidad del mono, acababa de perder el sable por el golpe
que le asestó el mono desde su espalda. El ronin, entre confuso y avergonzado,
se fue rápidamente del dojo sin mirar atrás.
Ese mismo día buscó una
pequeña casa en la montaña donde se retiró a practicar. Noche y día estuvo
practicando con su sable, poniendo todo su ser en lo que hacía. Entre práctica
y práctica, dejaba descansar su cuerpo practicando la meditación sentada, y entrenando
así mismo su mente. Según pasaban los meses, fue avanzando y madurando en su
práctica. Se fue liberando del orgullo, del deseo de reconocimiento y del miedo
al fracaso. Conforme su ego se desvanecía, pudo llegar más allá de los
pensamientos y las emociones hasta experimentar un profundo estado de calma y
armonía con el Universo. Así transcurrieron varios años.
Un día, el ronin descendió de
la montaña y volvió al dojo del gran maestro del sable. Cuando se encontró con
él, le dijo humildemente: “he venido a
luchar con el mono”. Buscaron al mono y le dieron un sable de madera para
que se enfrentara de nuevo al ronin. De un salto se puso en guardia frente al
ronin, pero cuando miró al ermitaño al que se iba a enfrentar y vio en sus ojos
la profunda calma interior que impregnaba todo su ser, soltó el sable de madera
y salió del dojo corriendo y chillando aterrorizado.
“Pasa”, dijo
el gran maestro, “te doy la bienvenida
como mi nuevo discípulo”.
“Cuando
el estudiante está preparado, aparece el maestro”
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