Hace mucho tiempo, junto a un
lago tranquilo, vivían tres curiosas amigas. Eran dos grandes y elegantes garzas
blancas y una anciana tortuga. La tortuga era gruñona, rencorosa y muy fácil de
enfadar, pero se quedaba vigilando la casa mientras las garzas se iban lejos a
pescar. A pesar de su testarudez y de que siempre estaba refunfuñando, las garzas
le tenían cariño por todos los años que habían compartido.
Pero ese verano no había llovido
ni una gota y la sequía se extendía implacable por todo el país. El caudal del
río había bajado alarmantemente, los campos de cultivo se habían secado, y el
pequeño lago donde vivían las tres amigas se estaba convirtiendo en un
barrizal. Ante esa situación, las tres amigas se reunieron para hablar. Las
garzas sabían que no podían seguir allí y que deberían viajar hacia el norte buscando
un lugar más húmedo si querían sobrevivir. Pero la tortuga, ante esa noticia,
exclamó enfadada: “¿Y qué pasa conmigo? ¿Qué voy a hacer yo? Soy una anciana,
mi caparazón es muy pesado y no puedo volar como vosotras. ¿Me vais a dejar
aquí?”.
Las garzas, preocupadas, se
miraron y dijeron: “es cierto, no podemos dejar morir aquí a nuestra vieja
amiga, pero ¿cómo podríamos llevarla con nosotras?” Finalmente, tras mucho
pensar y discutir sobre lo que podrían hacer, a una de las garzas se le ocurrió
algo: “Podemos buscar un trozo de rama suficiente gruesa para aguantar el peso
de la señora tortuga, nosotras la sujetaremos por cada extremo, y ella se sujetará mordiéndola por el centro. Así podríamos volar las tres juntas hacia otras
tierras”.
Aunque a la tortuga no le gustaba
mucho la idea de ir por los aires, se tranquilizó y sonrío al ver que podría
ser la solución a su problema. Una de las garzas, muy seria, le advirtió a la
señora tortuga: “Pero no se le ocurra abrir la boca, estaremos volando muy
alto, y si se cayera no soportaría el golpe a pesar de su caparazón”. A lo que
la señora tortuga, frunciendo el ceño, asintió con la cabeza.
Al poco rato, después de intentar
despegar varias veces antes de conseguirlo, levantaron finalmente el vuelo
sujetando la rama con la tortuga colgando de ella, y tomaron rumbo al norte.
Poco a poco, el paisaje seco y desolado se fue volviendo más verde. Al pasar
volando las tres amigas por encima de unos campesinos, estos exclamaron al
verlas: “¡Mirad que tortuga más lista! ¡se hace llevar por esas garzas!”. La
señora tortuga, aunque no abrió la boca, sonreía de satisfacción por el
cumplido que le habían hecho.
Más tarde, ya cansadas por el largo
vuelo, las garzas buscaban un lugar donde pasar la noche. Al sobrevolar a unos
pastores, uno de ellos las señaló con el dedo mientras decía: “Mirad esas garzas,
¡qué listas!, se llevan a esa estúpida tortuga seguramente para comérsela”. La
señora tortuga, cuando escuchó al pastor, quiso gritarle: “¡el estúpido eres tú,
que no entiendes lo que hacemos!”. Pero en cuanto abrió la boca para responder
al pastor… se soltó de la rama cayendo desde gran altura para acabar
estrellándose fatalmente sobre el suelo. Las garzas, con gran tristeza, volaron
en círculo sobre su vieja amiga para despedirse y siguieron volando hacia nuevas
tierras.
La persona sabia recibe
indiferente tanto los cumplidos como el desprecio. Nadie puede dañarnos con sus
palabras si no se lo permitimos, somos nosotros mismos quienes abrimos las
puertas a la pena y al desánimo. Ningún insulto tenía el poder de hacer caer a
la tortuga. Los insultos, injurias y desprecios, expresan la opinión de quien
los dice, son realmente su problema, no el nuestro.
En ocasiones, es posible que las
críticas que recibamos sean con razón, en ese caso hay que aceptarlas como lo
que son, porque nadie es perfecto. Y si la crítica es injusta, errónea o
malintencionada, simplemente la dejamos pasar, quedando su energía y su sabor
solamente en la boca de quien la pronunció.
Nuestra calma y nuestro destino
está en nuestras propias manos. “O en nuestros dientes” refunfuña el espíritu
de la vieja tortuga.
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