La naturaleza de nuestro mundo no
prosperará hasta que abandonemos la sensación de ser dueños de ella, y
comencemos a sentirnos y comportarnos como buenos administradores.
Los maestros guerreros del pasado a menudo se alejaban de la
sociedad y se retiraban durante un tiempo a vivir rodeados de la naturaleza
salvaje, para experimentar una transformación interior. En la actualidad, en
cambio, la mayoría de nosotros meditamos dentro de un edificio con la protección
de ventanas, que nos aíslan de los insectos, el calor del sol, y el frío del
viento. Por supuesto que esto tiene muchas ventajas, pero ¿hemos perdido
también algo importante?

Hace doscientos años, poco más del 3 por cien de la población
mundial vivía en ciudades, pero hoy en día, más de la mitad de nosotros vivimos
en áreas urbanas. Según los eco-psicólogos, muchos urbanitas sufren no sólo de
varios tipos de superpoblación y contaminación, sino también de “síndrome de
déficit de naturaleza”. Vivimos entre máquinas y cosas producidas por máquinas,
mientras que en un bosque estamos integrados en un mundo donde las cosas que
encontramos están vivas.
En las ciudades, casi todo con lo que nos relacionamos es un utensilio, incluyendo a la mayoría de la
gente, a quienes aprendemos a ver según sus funciones: el dependiente de la
tienda, el camarero del restaurante, el conductor del autobús, etc. En otras
palabras, las áreas urbanas están construidas de tal forma que casi todo y casi
todos es un medio para conseguir
algo. Rodeados de tanta gente ocupada haciendo lo mismo, es difícil superar o
soltar esta forma de relacionarse con el mundo, y darnos cuenta que hay otra
forma de percibirlo.
¿Por qué estamos tan alejados del mundo natural, que no
solamente es nuestro hogar, sino también nuestra madre? Uno de los pilares
fundamentales de la visión del mundo que colectivamente damos por hecho es un
principio que la crisis ecológica revela como problemático: la propiedad. Es
una creación social que, como el dinero, es esencial, pero al mismo tiempo,
como el dinero, se ha desarrollado de diferentes formas que necesitan ser de
nuevo evaluadas y reconstruidas.

El hecho de que todos los conceptos de propiedad están
condicionados cultural e históricamente nos recuerda que la propiedad no es
algo inherentemente sagrado. Nuestros acuerdos sociales sobre la propiedad
pueden cambiarse, y hoy en día deberían cambiarse, como parte de nuestra
respuesta a las crecientes crisis sociales y ecológicas.
No es que critiquemos el concepto de propiedad privada, pero
debemos ser más conscientes de cómo obtenemos ganancias y cómo las utilizamos.
Acumular riqueza por el mero hecho de enriquecerse, no es lo más correcto,
pudiendo en cambio ser generosos con ella.
Por supuesto que para el guerrero es importante no apegarse a
los bienes materiales y apreciar el valor de tener menos deseos. Realmente,
podríamos estar satisfechos con tener suficiente comida para aliviar el hambre
y mantener la salud, suficiente ropa para ser modestos y proteger el cuerpo,
tener un techo para poder enfocarnos en el cultivo de nuestra práctica
interior, y suficiente atención médica para curarnos y prevenir enfermedades
básicas.


Hoy en día, la política habitual, con muy pocas excepciones,
es “no tocar”. Como es suyo, pueden hacer más o menos lo que quieran con ello.
Pero si la tierra tiene que sobrevivir al impacto de nuestra especie, este
acuerdo social de la propiedad debe reconsiderarse. En lugar de centrarnos
solamente en lo que es beneficioso a corto plazo para una especie, deberíamos
preguntarnos cómo afecta al bienestar del todo el planeta.
Si la esencia de nuestro dilema ecológico es una visión
meramente funcional del mundo natural, tal vez necesitamos apreciar que el
planeta y su magnífico entramado de vida es mucho más que simplemente un
recurso para el beneficio de una especie. Según la jurisprudencia tradicional,
la naturaleza es una propiedad sin ningún derecho legal, por lo que las leyes
medioambientales se han centrado exclusivamente en regular su explotación. Sin
embargo, recientemente se han reconocido los derechos inherentes del mundo
natural en Ecuador, Nueva Zelanda, y la India, lo que quiere decir que se
pueden poner sobre la mesa estas cuestiones por el bien de la propia
naturaleza.
Deberíamos pensar que
nuestro universo no es simplemente una colección de objetos sino una comunidad
de sujetos. Nuestra propia biosfera es un brillante ejemplo de esa comunidad.
Los humanos no somos el fin último, el objetivo del proceso evolutivo, porque
ninguna especie lo es o, mejor dicho, todas las especies lo son. Hoy en día
tenemos que pensar seriamente qué significa vivir en la tierra de semejante
forma, y cuáles son sus consecuencias. Debemos darnos cuenta de una vez por
todas, y extender la conciencia de que nuestro mundo no tiene dueño.
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