Siempre
podemos quejarnos de algo, pero no encontraremos paz ni felicidad culpando a
otros por lo que nos pasa.
Cuando
nos sentimos frustrados o desilusionados, tenemos un mal día, o nos sentimos
mal por algo, podemos olvidar la disciplina del guerrero y buscar alguien a
quien echarle la culpa de lo que nos ocurre. En esos momentos decae nuestra
postura, dejamos de estar presentes y nuestro corazón se cierra. Empezamos a
pensar: “No tendría este problema si no fuera por ti”, y esa frase acaba
convirtiéndose en nuestro mantra.
Pero
el guerrero sabe que echando la culpa a otros no gana nada, al contrario,
pierde su calma y su presencia abierta. Si pensamos que alguien nos ha quitado
la alegría, y empezamos a echarle la culpa, no estamos manejando nuestra mente
de la manera adecuada. Le damos vueltas a la frustración y la envidia que
sentimos hasta convertirlas en algo sólido que arrojar a alguien. En cuanto
decimos “es su culpa”, hemos perdido el rumbo y nos dejamos arrastrar por las
corrientes del enfado, el odio, y la falta de responsabilidad.
Cuando
esto ocurre, nos demuestra que el discernimiento, la diligencia, el contentamiento
y la disciplina aún dependen de que nos salgan las cosas como queremos. No
somos capaces de mantener la confianza en nuestra esencia de guerrero y
soltamos las riendas de nuestra vida. Cuando perdemos nuestra templanza,
nuestra calma y nuestra visión, nos sentimos pobres porque alguien nos ha
robado la paz o la alegría que sentíamos, buscando fuera de nosotros a quién
echarle la culpa por nuestra desgracia.
Si
echamos la culpa a otros cuando las cosas no salen como queríamos, estamos
limitando tanto nuestro mundo en el que tiene que encajar todo lo demás, que
sólo vemos una solución a nuestro problema y creemos que nada más podrá
ayudarnos. Culpar a otros nos atrapa en el pasado y limita nuestra mente, nos
impide disfrutar del momento y hace disminuir nuestras posibilidades.
¿Qué
vamos a conseguir culpando a otros de nuestros males? Vivimos en una época oscura
y llena de confusión, en que es muy fácil echar la culpa a otros países, otras
culturas, otras formas de pensar, pero culpando a los demás sólo empeoraremos
la situación. Aunque estemos pasando por un momento de gran dolor, y pensemos
que tenemos todo el derecho de señalar con el dedo al causante de nuestra
situación, estaremos haciéndonos pequeños, fortaleciendo nuestra “meditación”
centrada en nosotros mismos, en lo que yo necesito.

En
lugar de buscar culpables, podemos utilizar nuestra mente para entender que la
agresión es una manifestación del sufrimiento. Pero, para ver esto, necesitamos
una capacidad de introspección suficiente para mirar en nuestro interior y
buscar las verdaderas causas de nuestro sufrimiento, en lugar de simplemente
echarle la culpa a otros.
Pero
esto tampoco significa que tengamos que culparnos a nosotros mismos por todo,
sino que debemos darnos cuenta que el dolor y el sufrimiento son parte de la
vida, y que están siempre presentes, de una manera u otra, tanto si estamos
bien o nos sentimos mal. Entonces podemos reconocer que estamos pasando por una
crisis, que estamos sufriendo, lo que nos permite abrirnos a un sentimiento de
compasión, tanto por nosotros mismo como por los demás. Podemos darnos cuenta
que también sufre esa persona a la que le íbamos a echar la culpa.
No
debemos sorprendernos si aparece el dolor en nuestra vida, porque vivimos en un
mundo donde el sufrimiento es habitual. No debemos pensar que hemos fallado
como guerreros si sufrimos, porque es precisamente el sufrimiento lo que da
lugar a la compasión, lo que nos hace ser más considerados con los demás y
también con nosotros mismos. Todos experimentamos en nuestra vida días mejores
y peores, todos tenemos crisis, pero culpar a otros por lo que nos pasa no va a
cambiar la realidad. Al contrario, culpar a alguien de nuestro sufrimiento es
una manera de intentar huir de nuestra realidad, pero al culpar a otros, cada
vez que nos quejamos o echamos a alguien la culpa estamos abonando el terreno
para que aparezcan más quejas y supuestos culpables, con lo que no solucionamos
nada, seguimos sufriendo. Así es como entramos en una dinámica cíclica
interminable de sufrimiento, quejas y búsqueda de culpables, en la que damos
vueltas y más vueltas sin encontrar una verdadera solución a nuestra situación.

En la
práctica de la meditación, observamos, percibimos, reconocemos y soltamos los
pensamientos que aparecen en nuestra mente, y volvemos a enfocarla sobre el
objeto de meditación que estemos utilizando. Eso mismo nos puede ayudar a
recordar que la agitación producida al culpar a otros es también algo
artificial y transitorio, mientras que bajo la superficie del caos y la
negatividad hay amor y sabiduría que son naturales y permanentes.
Al
descubrir este espacio en nosotros, al ser capaces de abrirnos a la realidad y
no buscar culpables, estamos dando un rumbo diferente a nuestra vida. Al seguir
el camino de la virtud vamos madurando y estableciendo la base para poder
sentir compasión por los demás en lugar de echarles la culpa. En lugar de
obsesionarnos buscando nuestra satisfacción, empezamos a darnos cuenta de lo
que les ocurre a los demás. Descubrimos que a quien le estábamos echando la
culpa necesita ayuda, así que le ayudamos, y esto hace que cada vez tengamos
menos ganas de culpar a otros, y en cambio aumente nuestro interés en
beneficiarlos.
Debemos
comprender que cuando alguien daña a otros, es porque esa misma persona está
siendo víctima del miedo y la confusión. En vez de seguir dándole vueltas y más
vueltas a lo que nos haya podido pasar, y seguir lanzando flechas de
culpabilidad al objetivo que hemos escogido, podemos cambiar de rumbo
conscientemente y dirigir nuestra mente hacia algo más elevado, podemos
desarrollar la disciplina de despertar la compasión en nuestro corazón.
Cuando
dejamos de echar la culpa a otros, está a nuestro alcance la inteligencia
natural que ya hay en nosotros. Pero en este proceso estamos yendo
contracorriente, porque la tendencia habitual es culpar a los demás, por eso,
para cambiar de rumbo, necesitamos prestar atención, ser conscientes, y emplear
el discernimiento y la disciplina. Para cambiar esa tendencia, debemos
desplegar nuestra compasión, aunque sea simplemente hacia nosotros mismos por
habernos quedado atrapados por la emoción negativa de echar la culpa a alguien.
Abriendo
nuestro corazón, conectamos con el caballo de viento, la energía interior que
nos ayuda a deleitarnos con lo que se presenta ante nosotros. Apreciamos cada
vez más las pequeñas cosas de la vida, y despertamos nuestra imaginación
encontrando formas ingeniosas de desarraigar la negatividad al contemplar el
sufrimiento de los demás y el nuestro propio.
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