Cuando nos encontramos en la vida con situaciones que nos
dan miedo, podemos aprovecharlas, como guerreros, para apoyarnos en ellas y
saltar hacia delante superando nuestros miedos. Cuando sentimos miedo, cuando
nos acobardamos, tenemos también el valor un poco más allá. Si nos movemos en
la dirección correcta, si damos un paso más allá del miedo al que nos
enfrentamos, podremos traspasar la línea que separa la cobardía del valor.
Tal vez no sea algo inmediato, quizá nos cueste un poco de
tiempo dar ese paso para encontrar el valor, ¿o deberíamos decir encontrar el
valor para dar ese paso? Si buscamos en nuestro miedo, primero encontraremos
una sensación temblorosa de ternura. Podemos temblar de miedo, pero también de
ternura, de sensibilidad, de sentirnos vulnerables y temer que el mundo toque
nuestro tierno corazón.
En la ternura de nuestro corazón encontramos también tristeza, pero
no por sentirnos solos o compadecernos de nosotros mismos, sino por sentirnos
plenos. Nos sentimos tan afortunados de poder disfrutar de cada momento de la
vida, de poder sentir con tanta intensidad el mundo que nos rodea, que falta
poco para que nos salten las lágrimas.
El auténtico guerrero
tiene que sentir su corazón, ese corazón lleno de ternura y tristeza, sensible
y vulnerable. El auténtico guerrero es tan sensible a todo lo que le rodea,
a lo que ve, a los aromas, a los sonidos, a las sensaciones de su cuerpo.
Siente cada experiencia plena e intensamente, apreciando hasta el detalle más
mínimo de lo que encuentra en su camino. Escucha la brisa moviendo las hojas de
los árboles, las gotas de lluvia al caer, el aleteo de una mariposa. Gracias a
su extrema sensibilidad, el guerrero puede seguir cultivando su disciplina, y
aprender el profundo significado de la renuncia.
Muy a menudo, se entiende la renuncia como dejar todos los placeres
de este mundo y vivir con lo indispensable. Pero, para el guerrero la renuncia
tiene otro significado. El guerrero
renuncia a cualquier cosa que le separe de los demás, para el guerrero la
renuncia significa estar disponible para los demás, mantenerse abierto y amable
hacia cualquier ser. El guerrero no duda en abrirse y exponer su corazón a
los demás buscando el beneficio de otros, ya no vive solo para sí mismo.
Al sentirse pleno y descubrir la inmensa riqueza que hay en su
corazón, el guerrero siente la necesidad de compartirla con los demás, debe
renunciar a la búsqueda de su propio beneficio para compartir con otros la
ternura y sensibilidad que existe en su interior. El corazón de guerrero que
llevamos dentro no es nuestra posesión personal, es parte de la vida y el
universo, un regalo de la naturaleza y no podemos intentar guardarlo sólo para
nosotros mismos. Debemos dejar de mirar nuestro pequeño mundo y levantar la
mirada para ampliar la visión, para poder ver la inmensidad del mundo que está
esperándonos.
A veces nos asusta lo profundo e intenso que se puede volver nuestro
camino y podemos sentirnos abrumados por la inmensa tarea que hemos emprendido.
Podemos buscar algún sitio donde refugiarnos, donde escondernos, aunque sea por
un rato. Nos gustaría tener nuestro rincón particular y privado a salvo del
resto del mundo, con unos límites claros que nos delimiten un territorio fácil
de abarcar. En lugar de mirar el brillo cegador de nuestro corazón,
preferiríamos ponernos unas gafas de sol que apaguen un poco el resplandor de
la vida. Pero, para el guerrero, el principio de la renuncia es abandonar
cualquier estrechez de miras, dejar lo confortable y seguro para aventurarse en
la inmensidad del mundo que no tiene límites.
La meditación sentada nos permite entrenarnos y cultivar la
renuncia en un medio ideal. Mientras meditamos, prestando atención a la
respiración, observamos cómo los pensamientos surgen y desaparecen formando
parte del proceso de pensar. No nos agarramos a los pensamientos para irnos con
ellos, y tampoco los rechazamos o luchamos contra ellos. Los observamos como
algo natural que ocurre en nuestra mente, pero no les damos ninguna relevancia
especial, sin importar que sean agradables o desagradables.
Básicamente, cuando meditamos mantenemos la mente estable,
no subimos ni bajamos con los pensamientos que surgen en ella, simplemente los
observamos, sin involucrarnos con ellos. Positivos o negativos, atractivos o
repugnantes, alegres o tristes, sean como sean los pensamientos que aparezcan,
simplemente los dejamos en paz, nos dejamos en paz a nosotros mismos. No
escogemos algunos para descartar el resto, estamos abiertos a lo que surja,
creamos un amplio espacio en nuestra mente que pueda acoger todo lo que aparezca en ella, sin límites.
Mientras meditamos, podemos simplemente ser quien somos,
tener la experiencia de estar vivos, de estar presentes aquí y ahora, con todo
lo que eso conlleva, con cualquier cosa que pueda surgir en nuestra
experiencia, incluidos nuestros pensamientos o emociones, sin condiciones.
Observamos los pensamientos, los dejamos ir, y volvemos a prestar atención a la
respiración, salimos con ella y nos disolvemos en el inmenso espacio. Es algo
sencillo, pero a la vez muy profundo. Podemos experimentar nuestro mundo de una
manera muy directa y abierta, sin limitar nuestra experiencia. Podemos
permitirnos abrirnos completamente, sin necesidad de defender nada ni tener
miedo de nada. Así aprendemos a renunciar a una visión estrecha y limitada del
mundo, aprendemos a renunciar a nuestro pequeño territorio privado para
zambullirnos en la inmensidad del mundo, para disolvernos en lo profundo de la
vida.
No obstante, la renuncia necesita cierta discriminación, la
disciplina del guerrero le indica qué cultivar y qué evitar. Lo que cultivamos
con la renuncia es nuestro interés por los demás, pero, para estar realmente
abiertos y disponibles para los demás, debemos abandonar la actitud egoísta que
nos impulsa a interesarnos sólo por nosotros mismos. Llega un momento en que el
guerrero debe abandonar su acogedor hogar, su rincón particular y privado, para
poder encontrarse con ese mundo inmenso que está esperándole. Esa renuncia, ese
partir dejando atrás lo cómodo y seguro, es indispensable para ocuparse
realmente de otros.
Pero, para dejar atrás el egoísmo hay que ser valiente. Es como dar
un salto a lo desconocido, sabemos que tenemos que saltar para seguir adelante
en nuestro camino, pero no sabemos si lo conseguiremos sin hacernos daño, sin
dolor. Todo es posible, no tenemos la seguridad de dónde ni cómo aterrizaremos,
pero vale la pena aventurarse, dar el salto, para ver adónde nos conduce. En
nuestro camino, como aprendices de guerrero, debemos saltar.
Nos acostumbramos fácilmente a lo que nos perjudica y nos
cuesta mucho hacer lo que realmente nos beneficia. Sentimos gran atracción por
la comodidad y seguridad de nuestra coraza, de nuestro espacio egoísta, y
tenemos miedo de salir de ahí, de abrirnos al mundo para ir más allá de nuestro
propio interés. Para superar la duda que surge cuando nos planteamos renunciar
a nuestra comodidad, y para poder realmente dedicarnos a los demás, es
imprescindible que saltemos.
Cuando meditamos, demostramos nuestra valentía y saltamos
cuando dejamos ir nuestros pensamientos, cuando vamos más allá de nuestras
expectativas y de nuestros temores, sin dejarnos arrastrar por lo que aparece
en nuestra mente. De esta forma, somos capaces de simplemente ser, de
dejarnos en paz, de atrevernos a estar en un inmenso espacio donde no hay a qué
agarrarse. No es preciso dejar de pensar, podemos permitir que los pensamientos
sigan surgiendo, pero también los dejamos tranquilos. Salimos con el aire que
exhalamos, y nos disolvemos con él, descansando en la experiencia.
Si somos capaces de relajarnos y soltar todas las amarras, todos
los puntos de referencia que nos dan seguridad, desarrollamos la confianza en
nosotros mismos, en la fuerza que hay en nuestro interior, en nuestra capacidad
para estar abiertos y disponibles para los demás. Entonces somos realmente
conscientes de la riqueza que tenemos, y de que podemos permitirnos compartirla
con los demás porque es inagotable. Podemos ofrecernos a otros de manera
desinteresada y descubrir, además, que estamos deseándolo.
Aunque existe el peligro de que, una vez hayamos dado ese
valiente salto, nos asalte la arrogancia. Es posible que pensemos: “¡Qué gran
guerrero soy! ¡he sido muy valiente al salta al vacío!”. Pero la prepotencia
destruye al guerrero, le impide ayudar realmente a los demás. Es por eso que el
guerrero se entrena en la renuncia al tiempo que desarrolla un corazón afable,
una actitud abierta y tierna que le mantiene sensible al mundo y a los seres
que le rodean.
El guerrero que ha renunciado
verdaderamente está completamente desnudo ante el mundo, no tiene ni coraza ni
vestimentas que le protejan de sentir de manera intensa y directa lo que la
vida le presenta a cada momento. También ha renunciado a ponerse una nueva
armadura, aunque sea más brillante y hermosa, para que no haya nada que le
separe del mundo, está totalmente expuesto y vulnerable ante la vida. No le
queda dónde esconderse ni intenta protegerse de ninguna manera, es ahora capaz
de ser quien es, sin ningún temor a sentir.
Parece extraño, pero cuando el guerrero ha conseguido renunciar a
todo lo que le separaba del mundo, a su comodidad y a su propio interés, se
encuentra aún más solo que antes. Es, en cierta forma, como una isla, a la que
vienen visitantes y se vuelven a ir. El guerrero descubre que, aunque esté
entregado a ayudar a los demás, nunca podrá compartir su experiencia con nadie
más. Su propia experiencia es solo suya, esa plenitud, esa riqueza en su
corazón, es algo que siente y vive con intensidad, pero que no puede comunicar
con palabras a otros, ni invitarles a sentir lo que él siente en cada momento.
Es su verdad, su vida, su sentir.
Pero, a pesar de eso, el guerrero está más enamorado del mundo cada
día, y es precisamente ese enamoramiento junto a su soledad lo que hace al
guerrero capaz de estar siempre disponible para los demás. Al renunciar a su
pequeño mundo de independencia y comodidad descubre la inmensidad del universo
y a su propio corazón tierno, herido y pleno a la vez. Este descubrimiento de
su vulnerabilidad, de su ternura de corazón, no es causa de tristeza sino de
alegría, porque es la señal de que ha entrado en un mundo nuevo, en el mundo
del guerrero.
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