Otro demonio
que encontramos con bastante frecuencia en nuestra vida es el enfado, que es
más evidentemente doloroso que el deseo. Mientras que el deseo y la mente
deseosa son seductores, la energía opuesta del enfado y la aversión es más
claramente desagradable. En algunos momentos, podemos encontrar en el enfado,
durante un breve tiempo, cierto regocijo, pero aun así nos provoca que cerremos
el corazón. El enfado tiene una cualidad ardiente y tensa de la que no podemos
escapar. Como lo opuesto al querer, es una fuerza que aparta, condena, odia o
juzga alguna de nuestras experiencias. El demonio del enfado y el rechazo tiene
muchas facetas y diferentes aspectos, pudiendo encontrarlo en forma de miedo,
aburrimiento, mala voluntad, enjuiciamiento y crítica.
Como el
deseo, el enfado es una fuerza extremadamente poderosa. Podemos ser atrapados
fácilmente por él, o podemos tener tanto miedo de él que actuemos inconscientemente
para destruirlo de numerosas maneras. Desafortunadamente, muy pocos hemos
aprendido a trabajar con el enfado directamente. Su fuerza puede crecer de la
irritación al miedo profundo hasta el odio y la furia. Puede experimentarse
hacia alguien o algo que está presente ahora mismo o que está lejos en el
tiempo o el espacio. A menudo experimentamos un gran enfado por acontecimientos
pasados que hace mucho tiempo que ocurrieron y sobre los que no podemos hacer
nada. Incluso podemos ponernos furiosos por algo que no ha ocurrido pero que
tan sólo imaginamos que puede suceder.
Cuando el enfado es fuerte en nuestra
mente, puede teñir toda la experiencia de nuestra vida. Cuando tenemos un mal
estado de ánimo, no importa quién entre por la puerta o adónde vayamos ese día,
siempre hay algo que está mal. El enfado puede ser una fuente de tremendo
sufrimiento en nuestra propia mente, en nuestras relaciones con los demás, y
con el mundo en general.
Llamar al enfado por su nombre

Al
principio, nombra suavemente lo que estés sintiendo, diciendo por ejemplo “odio,
odio…”, o “enfado, enfado…”, mientras sigas sintiéndolo. Según lo vas
nombrando, date cuenta de cuánto tiempo dura, en qué se convierte, y cómo
vuelve a surgir. Nómbralo y date cuenta de cómo se siente el enfado. ¿En qué
parte de tu cuerpo lo sientes? ¿tu cuerpo se pone duro o blando con el enfado? ¿sientes
diferentes tipos de enfado? Cuando surge el enfado ¿qué temperatura tiene? ¿cómo
afecta a la respiración, cuánto dolor te hace sentir? ¿cómo afecta a la mente?
¿se hace más pequeña la mente, más rígida, más tensa? ¿sientes tensión o
contracción? Escucha las voces que vienen con el enfado. ¿Qué dicen? “Tengo
miedo de esto”, “odio eso”, “no quiero experimentar eso”. ¿Podemos llamar al
demonio por su nombre y abrir lo suficiente el corazón para simplemente
observar cómo bailan el enfado y el objeto del enfado? Al leer estas palabras
puede parecer fácil llamar por su nombre a nuestra experiencia y sentirla con
una atención equilibrada, pero no es siempre fácil.
Todas estas
fuerzas internas, como el enfado, el miedo o el deseo, surgen de acuerdo a
ciertas condiciones, y cuando están presentes afectan al cuerpo y la mente de
cierta manera. Si no nos dejamos atrapar por ellas,
podemos observarlas como observaríamos una tormenta, y veremos que al cabo de
un tiempo pasan y desaparecen, igual que ocurre con una tormenta.

El enfado
nos enseña precisamente dónde estamos atascados, dónde están nuestros límites,
dónde nos aferramos a creencias y miedos. La aversión es como una señal de
alarma que se enciende y nos dice: “apego, apego”. La fuerza de nuestro enfado
revela la cantidad de apego. Pero sabemos que nuestro apego es opcional y que podemos
relacionarnos con él de una manera más sabia. Nuestro enfado está condicionado
por el punto de vista de ese día y, por tanto, es transitorio, es un
sentimiento asociado a sensaciones y pensamientos que vienen y van. No tenemos por
qué estar atados a él ni dejarnos dirigir por él.
Normalmente nuestro enfado se
basa en nuestras ideas limitadas de lo que debería ocurrir. Pensamos cómo nos
debería haber tratado alguien, qué es lo que nos merecemos y no nos han dado.
Pero ¿por qué deberían ser así las cosas? En lugar de estar pensando cómo
queremos que se escriba nuestra historia, podemos empezar a encarar y
comprender las fuerzas de las que surge el enfado. Igual que con el deseo,
podemos estudiar el enfado y aprender si nos puede ser útil de alguna manera.
¿Tiene algún valor? ¿es útil para protegernos, o como fuente de fortaleza? ¿es
necesario el enfado para ser fuertes, establecer límites o para crecer? ¿hay
otras fuentes además del enfado para conseguir esa fortaleza que buscamos?
Muchos de
nosotros hemos sido condicionados para odiar nuestro enfado. Cuando intentamos
observarlo, podemos encontrar una tendencia a enjuiciarlo y suprimirlo, a
deshacernos de él, porque es “malo” y doloroso, o vergonzoso y “poco espiritual”.
Debemos tener mucho cuidado para llevar a nuestra práctica una mente y un corazón
abiertos, y para dejarnos sentir completamente lo que haya que sentir, incluso
si eso significa llegar a lo más hondo de la pena, el dolor y la rabia que hay
dentro de nosotros. Estas fuerzas mueven nuestras vidas, y debemos sentirlas
para poder aceptarlas. La meditación no es un proceso para deshacerte de nada,
sino para abrirte y comprender lo que sea que haya.

Cuando se desenmascara a los
demonios, puedes sentir que vas a enloquecer o que vas a hacer algo malo, pero
de hecho has empezado finalmente a encarar las fuerzas que te impiden vivir de
una manera plena, amorosa y consciente. Nos enfrentamos a esas fuerzas una y
otra vez. Seguramente tendremos que trabajar mil veces con el enfado en la
práctica antes de conseguir vivir de una manera equilibrada y consciente, pero
eso es natural y vale la pena. Si llamamos por su nombre al enfado cuando aparezca,
podremos finalmente aceptarlo y comprender de dónde viene, y así liberarnos
finalmente de ese demonio y de los obstáculos que suele poner en nuestro
camino.
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