A menudo la gente se pregunta cómo puede
aplicar la meditación para tratar con la violencia. ¿Cómo podemos parar a
alguien determinado a hacer daño a los demás sin utilizar nosotros mismos la
agresión?
Como
guerreros, intentamos usar lo que sea que nos encontremos en el camino para
abrir nuestras mentes. Pero, cuando el mundo entero llega a un punto de intensa
agresión, ¿podemos ir más allá de nuestra propia ira y experimentar esa
apertura? La agresión solo provoca más agresión y genera más dolor. No tenemos
otra elección que cultivar la paz, lo que significa desarrollar la tolerancia y
la comprensión.
Cultivar
la paz es un proceso largo y difícil. El primer desafío es practicar la paz en
el cojín de meditación, incluso mientras tenemos pensamientos agresivos. La
meditación es la mejor preparación para trabajar en un mundo donde estamos cada
vez más expuestos unos a otros. Trabajando con nuestra mente sobre el cojín
aprendemos a trabajar con nuestras propias reacciones.
Cuando
practicamos la meditación de la atención, podemos usar la respiración como
objeto de meditación. En lugar de reaccionar ante los pensamientos, los
reconocemos y los soltamos, y volvemos a llevar la mente de vuelta a la
respiración. Estabilizar, fortalecer y aclarar nuestra mente de esta manera es
lo que llamamos “permanecer apaciblemente”. Una vez que alcanzamos cierta
sensación de estabilidad y fortaleza, podemos cambiar la técnica utilizando los
mismos pensamientos como objeto de meditación. Esa es una forma de práctica
contemplativa. Normalmente se sugiere contemplar la compasión y el amor, pero
la ira es otro tema interesante para contemplar. ¿Cómo vamos a poder tratar con
la agresión en el mundo si no trabajamos primero con nuestra propia ira?
Contemplar
la ira nos ayuda a verla claramente, y también añade un elemento que
normalmente no tenemos cuando estamos inmersos en una intensa emoción: la
razón. Una de las cosas más dolorosas de cualquier emoción negativa es que la
sentimos como muy sólida, aunque siempre se compone, al menos, de tres partes:
un sujeto, un objeto y una acción. Por ejemplo, cuando te enfadas al estar
atrapado en un atasco de tráfico, el sujeto es el “yo”, el objeto es el coche
que hay delante de ti, y la acción es estar atascado detrás de él. Tu dolor es
también el objeto. Estás enfadado contigo mismo por estar atascado, estás
enfadado con el coche de delante por ir tan despacio, y estás enfadado por
estar enfadado. Estos son los elementos que se han reunido para crear la
emoción.
Contemplando
la ira podemos empezar a desmantelarla. Comenzamos mirando la propia sensación:
“¿Por qué estoy enfadado? ¿Qué me ha hecho sentir así?” Cuando la mente se
distrae, en lugar de llevarla de vuelta a la respiración, utilizamos estos pensamientos
como el ancla de nuestra meditación. Pronto veremos los componentes de nuestra
emoción: lo que alguien dijo o hizo, alguna expectativa frustrada, el simple
hecho de estar cansado. Al contemplar cómo se han creado nuestras emociones
negativas –y cómo generan dolor, sufrimiento y ansiedad— vemos que no son tan
sólidas como pensábamos. Desmantelando la emoción y mirando sus componentes,
disminuimos la fuerza de nuestro apego.
Practicar
así no quiere decir que estemos juzgando. No tiene nada que ver con que alguien
esté en lo correcto o no. Tratamos de trabajar con nuestra ira en el espacio
privado de nuestra propia mente, para no ser tan susceptibles al agarre de la
intensa emoción. Empezamos a ver que la situación o la persona a quien
queríamos echarle la culpa no es la razón de nuestra ira. La razón es que hemos
unido el sujeto, el objeto y la acción, para crear una reacción y una
respuesta, y hemos solidificado ese pensamiento creando una emoción como una
casa.

Contemplar
la ira nos ofrece el espacio para darnos cuenta que podemos elegir: podemos
seguir intentando solidificar la emoción echando la culpa a alguien o a algo, o
podemos dejar que se disuelva en la apertura inherente de nuestro ser. Podemos
dejar que esa situación difícil plante en nosotros semillas de agresión –y
después regarlas con pensamientos negativos— o no. Entrenar nuestra mente con
la meditación nos da más control sobre cómo la usamos. En algún momento
llegaremos a ser capaces de usarla para proyectar amor y compasión hacia esa
persona furiosa.
Por
eso es tan útil contemplar el amor y la compasión para trabajar con la
agresión, porque cuando los contemplamos deseamos que los demás sean felices,
que no sufran. Empezamos desarrollando poco a poco este deseo de felicidad, por
ejemplo, deseando que se cure la pequeña herida que se ha hecho nuestro amigo
en el dedo. Vamos extendiendo ese deseo hasta que podamos desear felicidad a lo
grande: que todos los seres puedan disipar su ignorancia, que puedan alcanzar
completamente el despertar. Contemplar el bienestar de los demás es el camino
rápido hacia la paz, porque al desear la felicidad de los demás estamos
superando nuestro propio apego y nuestra agresión.
Extender
el amor y la compasión hacia los demás en la práctica contemplativa es un
entrenamiento para ir más allá de la mezquindad y el egocentrismo en la vida
diaria. Finalmente, este entrenamiento nos dará el poder de dar la vuelta a
nuestra mente de forma instantánea, dejando ir “mi plan” y teniendo en cuenta
la felicidad de otra persona, sin importar lo que estemos experimentando o
dónde estemos. En ese momento, estaremos cultivando la paz. Cuando vivimos así,
nos sentimos más felices por una sencilla razón: el amor y la compasión son la
base de nuestro ser, y nos desarrollamos, crecemos como guerreros, cuando
dejamos que salgan a flote.
Pero
¿haciendo estas peculiares contemplaciones vamos a contrarrestar la agresión en
el mundo? No de inmediato, pero es un paso en esa dirección. Al contemplar la
ira, nos familiarizamos con la mente rígida del apego y la agresión. Cuando
contemplamos el amor y la compasión, nos familiarizamos con la mente flexible
de la paz. La práctica de la meditación crea el espacio psicológico donde poder
escoger nuestras respuestas cuando nos levantemos del cojín.

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