De la misma
manera que sanamos el cuerpo abriéndonos a él, sintiendo sus ritmos y tocándolo
con cariño y una profunda atención, podemos también abrirnos a otras
dimensiones de nuestro ser y sanarlas. El corazón, los sentimientos, se pueden
sanar si les prestamos atención, si sentimos sus ritmos y nos abrimos a su
naturaleza y necesidades.
Muchas
veces, la apertura de corazón comienza abriéndonos a los sentimientos
inconscientes acumulados durante toda nuestra vida, tanto por nuestras penas
personales como por las universales de la guerra, el hambre, la vejez, la
enfermedad y la muerte. Podemos experimentar esta pena acumulada a nivel
físico, en forma de contracturas y bloqueos alrededor del corazón, pero muchas
veces experimentamos la profundidad de nuestras heridas, de nuestro sentimiento
de abandono, y de nuestro dolor, como lágrimas no derramadas que llegan a
formar un océano en nuestro interior.
Cuando
ocupamos nuestro sitio y mantenemos una actitud atenta y meditativa, el corazón
se muestra de forma natural dispuesto a ser sanado. Aparece la pena por los
dolores y esperanzas reprimidas durante tanto tiempo. Surge la tristeza por los
traumas pasados y los temores del presente, por todos los sentimientos que no
hemos expresado conscientemente.
Cuando nos
sanamos a través de la meditación, nuestro corazón se abre y sentimos plenamente
lo que hay en él. Pueden aparecer con fuerza sentimientos y aspectos de
nosotros mismos que estaban profundamente ocultos. Lo primero que tenemos que
hacer cuando surgen estos aspectos ocultos en la meditación es dejar que nos
atraviesen, después reconocerlos y aceptarlos, y por último, dejar que nos
cuenten su historia, escuchar lo que tengan que decirnos.
Lo que
descubriremos cuando escuchemos a nuestra rabia, soledad, temor o anhelo, es
que no estarán ahí para siempre. La rabia se volverá tristeza, la tristeza se
convertirá en lágrimas, y las lágrimas, aunque podemos derramar muchas, dejarán
de fluir y volverá a salir el sol.
Si escuchamos
realmente a nuestros dolores más profundos, podremos aprender a perdonar.
Cuando abrimos el corazón, surgen de forma espontánea el perdón y la compasión.
Sintiendo nuestro propio dolor y pena, nuestro océano de lágrimas, de alguna
manera sentimos que no estamos solos, que es una pena compartida por muchos
otros seres, y que en la vida son inseparables el misterio, la belleza y el
dolor. Ese dolor universal es también una conexión con los demás, y al darnos
cuenta de que todos los sufrimos surge de forma natural el amor hacia el mundo.
El guerrero
sabe que puede aprender a perdonar a los demás, a sí mismo, y a la vida por su
dolor físico. Puede aprender a abrir su corazón a todo lo que surja, tanto al
dolor como a la alegría que ha experimentado en su vida. Así descubre que gran
parte de la vida del guerrero consiste en aceptarse a sí mismo y a la vida tal
como es.
Muchas veces
este proceso de sanación es difícil y necesitamos tener a alguien a nuestro
lado, alguien que nos coja la mano y nos sirva de guía, que nos infunda valor y
nos anime a seguir adelante, sabiendo que el resultado merece la pena y nos
puede sorprender.
Las penas y heridas más profundas pueden sanarse, dándonos la
oportunidad de crecer y desarrollar nuestro ser de una manera más completa y
compasiva, mostrando la inmensa capacidad de nuestro corazón de guerrero. Al trabajar realmente con nuestra pena
podemos descubrir un inmenso gozo en nuestro corazón que hasta entonces estaba
oculto.
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